POR LUCÍA ROJAS.
Desde la primera parte de la cuarentena hasta hoy, todo mi trabajo lo he desarrollado con diferentes comunidades de mujeres. Hemos participado en festivales, concursos, donde he sido parte del jurado, creamos encuentros online, programas de radio. También escribimos una obra dramáticas a varias manos y actualmente participo con un texto en un libro escrito por mujeres de diferentes nacionalidades para la Universidad de Almería. Nunca había estado tan conectada, ni había hecho tantas cosas en tan corto tiempo. En esta situación de crisis, me di cuenta que había armado un tejido colaborativo que no tenía consciente hasta este momento. He invertido en redes y en afectos. Lo agradezco. Desde entonces reflexiono sobre ello.
El teatro tiene que volver a lo comunitario, confiar más en el equipo. El teatro en general es muy jerárquico, no hay igualdad de roles y esto es necesario cambiarlo. Es urgente renovar estas prácticas, y propiciar un espíritu más democrático, más horizontal, que permita otras formas de creación.
El teatro debe ser un refugio donde respirar y ensayar, aunque sea hipotéticamente, aquello que no hemos conseguido como sociedad; crear juntos. Por eso el teatro necesita cambiar su manera de hacer, de producir, sobre todo en estos tiempos de crisis, donde vemos una clara división entre los que deciden salvarse solos o los que pensamos en común, en comunidad. Debemos potenciar esta práctica que nos permite el teatro, y en estas materias las mujeres estamos avanzadas, el feminismo nos ha ido preparando para esto.
Debemos hacer una transformación desde los márgenes. Sabemos que a las mujeres, las cifras en las carteleras nos juegan en contra, en todos los ámbitos, pero aún más en dramaturgia y dirección, así como también en los puestos visibles del poder, por ejemplo; en la dirección de los grandes teatros públicos y privados. Pero si las mujeres hacemos comunidad y apostamos por lo colectivo, ¿por qué seguir las mismas normas? ¿o perseguir los mismos fines? Debemos inventar otras maneras de vivir nuestras prácticas, alejadas del poder y su dominio, para pensar otro mundo posible, un mundo más diverso. Para mí nuestra energía debe estar empleada en otras tareas, alumbrar otros espacios, fundar otros vínculos, otras maneras de hacer; como la creación de nuevos espectadores, teatro colectivo en los barrios / con la comunidad / ocupación de los espacios públicos, crear clubes de lectura / como lo hace la literatura / editar textos colectivos y colaborar con su circulación… Mirar al teatro como un oficio artesanal, como un teatro hecho a mano, con un sello personal de autoras, de creadoras.
Las últimas cifras dicen que los hombres publican el doble de libros que las mujeres, esto en dramaturgia también lo podemos afirmar, siendo las cifras aún mas desfavorables (aunque no tengamos números concretos). Sabemos que ellos dominan el mercado editorial y así ha sido por años. Pero este dominio también ha traído consigo un mercado conservador, lleno de reglas y jerarquías, disputas de ranking, competencia. La categoría de dramaturgia femenina / o de mujeres / tiene un estado “marginal”, que podríamos tomar como ventaja. Yo escribo una obra y la monto, nadie me controla ni me pone reglas, una creación libre donde incluso puedo romper las reglas del lenguaje y su estructura. Me interesa esa marginalidad, la frescura que experimenta esa marginalidad, la indagación. Me interesa porque están pasando cosas diferentes. Y como ocurre en todas las áreas, a la marginalidad nadie la mira ni la controla. La atención siempre está en el centro, en el poder. Para nosotras esto puede ser una oportunidad.
En general hoy la escritura de mujeres está refrescando la escena, proponiendo temáticas distintas, temas que hasta entonces eran secundarios, como lo son la relación madre e hija, el aborto, el abuso sexual, el acoso, la maternidad, los cuidados, tan de moda estos días.
Recuerdo que terminada la dictadura en Chile, a comienzo de los años 90, estaba el boom de las mujeres escritoras latinoamericanas, Isabel Allende, Marcela Serrano, Ángeles Mastretta, Laura Esquivel, autoras que fueron víctimas del machismo y el canon literario de la época, a las que ningunearon sus obras cuando no las desdeñaron, catalogadas de feministas, porque escribían sobre la vida de mujeres, leída solo por mujeres. Encasilladas de naíf, de livianas. Eran historias tradicionales de madres, hijas, amigas, donde había mucho sufrimiento doméstico, mujeres correctas o corregidas. Relatos que obedecían a una época, historias vividas desde una realidad de dictadura, aunque no estuviera explícito. Actualmente veo un importante cambio, hoy las autoras son mucho más osadas, una escritura más fresca, historias indudablemente más crudas, oscuras. Eso significa también que las mujeres estamos asumiendo riesgos importantes al desarrollar ciertas temáticas, ya que no debemos olvidar que las mujeres siempre estamos bajo sospecha. Como dice Rita Segato, “las mujeres somos en esta sociedad un sujeto moral y tenemos que demostrar que lo somos”, tanto en el ámbito público como en lo privado. Circulamos bajo la mirada del otro, porque siempre está la sospecha que estamos al borde del descontrol; de no tener hijos, de abortar, de no mantener unida a la familia, de no trabajar, de no casarnos… de saltarnos la ley y esto también se traspasa a la escritura. Afortunadamente hoy, muy pocas mujeres hacen lo que hacían sus madres o sus abuelas; han salido de sus casas, viajan, estudian, votan, trabajan, deciden sobre sus cuerpos y sus vidas. Son juezas, doctoras, escritoras, presidentas… todo esto ha cambiado nuestra manera de narrarnos, creando una nueva realidad.
En pandemia me han propuesto escribir textos sobre el confinamiento domiciliario que me hizo pensar en la relación con este espacio. Me agrada escribir en casa y tener tiempo para ello, pero no es un lugar que me estimule una historia. Y en esto también podemos observar un cambio en nuestra relación con el espacio casa y cómo ha ido cambiado este relato y nuestros comportamientos sociales. En la era de la emancipación, el tener la opción de habitar el mundo que deseamos, de viajar, de trasladarnos fácilmente, nos da la posibilidad de elegir e imaginar dónde queremos estar y “la casa se construye” donde uno se siente bien. Hoy el concepto “hogar” es un espacio que constantemente se actualiza. Lo que significa que a veces de dónde eres no es tan importante como hacia dónde vas. Estamos en un cambio generacional que está en transformación. Para nuestros padres tener una vivienda era la máxima realización y los muebles, objetos muy preciados. Una casa propia que estaba eternamente en construcción. La construcción del hogar como metáfora de la familia y su consumación. Como la Sagrada Familia. Hoy no podemos asociar de forma indisoluble la vivienda a la familia. ¿Será porque el concepto de familia ha ido cambiando? ¿O porque sabemos que comprarse una casa hoy en cualquier ciudad es un disparate, más para un artista?
Este último tiempo, he tenido que leer más de treinta textos de mujeres dramaturgas, la mayoría jóvenes. Textos contemporáneos que confirman una realidad. Casi todos los textos ganadores, en algunos casos elegidos por un amplio jurado, son textos que escapan de la dramaturgia aristotélica tradicional. Donde el cómo y qué se narra, está fuera de los cánones establecidos. Son dramaturgas que conocen muy bien las reglas de la escritura, pero se las han saltado. Y me pregunto:
¿Será que estamos desobedeciendo al padre?