POR Lucia rojas
Durante la segunda guerra mundial, en un ghetto judío de Vilnius, una mujer dirigía teatro: con su escasa ración de pan, moldeaba pequeñas figuritas y toda las noches daba vida a sus actores y actrices de migas de pan ante espectadores hambrientos y destinados a morir… todas las noches, hasta el final.
La directora teatro francesa Ariane Mnouchkine relata esta historia, terrible y conmovedora; no sabemos si es real, pero demuestra que, a pesar de la edad o las circunstancias, el ser humano necesita que le cuenten historias… Nos ayuda a vivir.
Durante milenios, y en todas las latitudes, se ha hecho uso del poder de las historias, de su fuerza en la transmisión de la cultura de sus tradiciones y emociones. Los pueblos recuerdan de una manera misteriosa a través de sus historias, no sabemos cómo, pero recuerdan.
Al contar historias construimos y reconstruimos la comunidad.
A través de la imaginación podemos elaborar nuestra propia percepción de la realidad, con las imágenes que la experiencia ha depositado en ella. Podemos imaginar otros mundos posibles, vivir otras vidas. Podemos ser un alma sin género, habitar un cuerpo que sea capaz de transmigrar de su condición inicial. Ser hombre y mujer a la vez, ser Romeo y Julieta al mismo tiempo. Ser Dulcinea o el Quijote y reconocernos en un alma soñadora, romántica o realista y práctica.
Las historias son guías para vivir, nos permiten ser vulnerables, ponernos en el lugar del otro, porque lo que le ocurre al personaje, me puede ocurrir a mí también.
Las historias son las mejores transmisoras de aprendizaje y conocimiento.
Podemos conocer otras culturas, otras realidades, a través de los dilemas y las decisiones que enfrentan a sus personajes. También nos inducen a pensar de cierta manera. Por eso creo que tienen mucho poder. Nos provocan reacciones, formas de reflexión. Aquí podemos pensar en los cuentos para los niños. Contarle un cuento a un niño o niña es el mejor ejercicio para narrar una historia, podemos ensayar con ellos el argumento y su estructura. Y a través del asombro y la imaginación del niño, podremos observar si funciona o no.
Todos tenemos una historia que contar y sabemos muy bien su estructura a la hora de contarla, la tenemos incorporada. Si voy al confesor, al psicólogo o le cuento un problema a una amiga, sé donde debo poner su atención o énfasis, acentúo el conflicto, el problema, que seguramente es lo que me aqueja. El conflicto es el epicentro de todo cuento, fábula, mito, obra dramática, etc. Todo conflicto lleva asociada una emoción, la ansiedad o la frustración son las más frecuentes.
Cuando escuchamos historias, nos permitimos ser vulnerables, abiertos a lo que las historias nos quieran decir.
Vuelvo a Ariane Mouschkine: “El teatro exige distancia, transformación, propone el camino de la imaginación, no puede haber compasión, sin imaginación. Así de sencillo y profundo”, decía.
La imaginación es es una creación de nuestra mente o intelecto, como una obra de teatro, como la poesía, un cuento o novela.
La imaginación te hace aceptar muchas veces que algo existe, sin fundamento alguno, así sin más.
La imaginación se ha convertido en un acto de resistencia en estos días de crisis. Antes, la imaginación trabajaba para escapar de la realidad, hoy trabaja para enfrentarse a ella.
Todas las pandemias, por lo menos aquéllas de las que tenemos registro en la historia, han ayudado a la humanidad a imaginar un mundo nuevo y mejor.
Otra pieza fundamental en la narración del relato, es el lenguaje.
Cuando llegamos al mundo, el lenguaje ya estaba aquí. El lenguaje está antes que nosotros, está aquí con su significado. Hablamos porque nuestros antecesores hablaban. Podemos decir que el lenguaje lo heredamos.
Para hablar ya hay reglas previas.
No es algo que nosotros inventemos.
Lo usamos, combinamos las palabras.
Hablamos mientras pensamos.
Somos lengua y palabra.
Por una parte, vamos usando las palabras, y muchas de ellas van modificando su significado, y, por otro parte, hay una institución que las resguarda y norma su uso.
Pero aquí hay otro tema que me interesa ponerle atención y es el uso de la gramática, utilizada como regla inviolable. Como si fuera una ley sagrada.
Cualquier equivocación, cualquier fallo en la gramática, ya sea oral o escrita, es corregido inmediatamente. Como si dejara al descubierto una pobreza intelectual o quitara valor a una opinión. Es un acto deshonroso. Además hoy todo es público, todo está expuesto.
Pero a veces me parece que defendemos la gramática por sobre el significado de las palabras. Se acepta el sesgo o la violencia del lenguaje que ejercen algunos titulares de prensa, la desinformación que hay en las redes o la beligerancia del discurso que ejerce un político sobre otro, se tolera más que una falta gramatical o una palabra mal dicha en público.
Un tweet puede estar diciendo barbaridades, falseando incluso la historia, y nadie sale en su defensa con tanto rigor, como para acentuar un fallo gramatical, siempre hay algún fiel guardián de la lengua. Como si fuera una ley inviolable e incluso exigida por sobre otros derechos. Como lo es el derecho a la verdad o la memoria.
¿Por qué tanto custodiar a las leyes de la gramática y no el significado de las palabras y su valor semántico?
No es sólo el empobrecimiento de la lengua y su cultura, sino que nos impide pensar con claridad, reflexionar, dónde debo poner la atención o el acento a lo que se está diciendo.
El lenguaje siempre es conflictivo.
Un novelista británico, Clive Lewis, acuñó el término verbicidio para referirse al asesinato de una palabra.
Hay muchas de ellas muertas de cliché, otras asesinadas en la plaza pública o secuestradas por el lenguaje industrializado o publicitario.
Como Libertad, Moderno, Ciudadano.
Las palabras van perdiendo su significado propio, descriptivo, porque se usan como un diccionario de insultos o elogios.
Palabras que antes eran una descripción, ahora son una alabanza, como la palabra Demócrata.
Aquí atañe la pregunta: ¿Demócrata, en qué sentido?
La última vez que tuvimos que renovar nuestro alquiler, la agente de la inmobiliaria nos dijo que no eran ellos los que nos subían el precio, era el mercado, otra palabra asesinada. Hace no mucho El Mercado era donde comprábamos productos de cercanía, un espacio próximo y amable (hoy cada vez más adulterado). Actualmente la RAE ha ampliado su término a: traficar, negociar, especular.
La palabra HEREJE, de origen griego, significa “aquel que elige”.
Pero todos sabemos el significado negativo que ha tenido esta palabra en la historia. La RAE lo define como: Persona que sostiene dogmas u opiniones diferentes a la ortodoxia de su religión / sinónimo de: renegado, sectario, blasfemo.
O sea, el que escoge su propio camino, el que decide por sí mismo, comete herejía. Maldad, ofensa, sacrilegio, traición.
¿HEREJE? ¿en qué sentido?